jueves, 12 de agosto de 2010


Camina por el borde del precipicio que no es otro que el de mis sueños todos, rotos en remolinos de locuras, en caídas, en desplomarses interminables, en donde yo era yo, era la sonámbula, la peregrina del viento, la insatisfecha, la pitonisa, la esfinge. Yo y ellas jugábamos en los páramos de la locura, puertas mismas de los cantos de la noche roja, la interminable. Yo y ellas clamábamos por una mano y las notas del pájaro salvador, yo y ellas nos hundimos en pantanos calientes, a la espera de la palabra que nos desnudara y nos secara nuestros pavores, nuestras excreciones. Yo y ellas vomitamos los llantos ahogados de otras que dormitaban en nuestras gargantas, sedientas de luz también. Durmientes de párpados bien abiertos, bien cerrados.

Sálvanos. Sálvanos de nosotras.

El pájaro vino.
Mi inquieto corazón preso en una pequeña latita de metal resuena cuando tus dedos tamborilean sobre ella. tu lo extirpas de su prisión de hojalata tu lo salvas del agujero de oscuridad tu le das martes soleados y cantos de notas otoñales Ahora es cuando tu lo alcanzas tu te lo guardas tu lo admiras obnubilados tus párpados embriagados con la responsabilidad que se te descubre con la delicadeza que implica tamborilear sobre simples cajitas de metal

miércoles, 24 de marzo de 2010

Notas playeras para armar y desarmar o " A lo que llevan los amoríos de Julieta con un sujeto un tanto peculiar"

Tengo un arsenal de redes
para cazarlas a ellas
que me revolotean
todo el tiempo planean y urden
me tiran del cabello mientras duermo
se lanzan
en picada hacia mi
contra mi frente
estrellan sus cuerpos afilados
violentamente
para que les reconozca
algún mérito
alguna característica sobrecogedora
para que las acepte
a ellas que odian
ser desechadas
(antes muertas que desechadas!)
y vuelven a la carga
se me meten por las pupilas
por las orejas y me susurran
genialidades
estupideces
innombrables.
Revolotean,
son tan picudas
y molestas!
Pero a veces son suaves
reposan sobre mi flequillo
calmadamente
o jugando a despeinarme las ideas
son felices y vienen
con la brisa de otoño

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Se descubre celosa de fantasmas.
Cómo saber si son
una sábana
una realidad

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"Este es un club exclusivo para personas pelirrojas, alérgicas a la mostaza y a las nuevas ideas; amantes de las camisas almidonadas y el budín de mamá, con tendencias al parricidio y al abarrotamiento de alfajores Jorgito" dijo el hombre pelirrojo, alérgico a la mostaza y a las nuevas ideas, con tendencias al parricidio, mientras se quitaba un trozo de budín de mamá de la manga derecha de su camisa almidonada y escondía un Jorgito en su maletín charolado.
"Me gustaría unirme", dijo entonces, la mujer pelirroja, alérgica a la mostaza y a las nuevas ideas, amante de las camisas almidonadas y el budín de mamá, con tendencias al parricidio, mientras disimuladamente tomaba el alfajor del maletín charolado de aquel hombre.
"Bravo, ahora seremos dos!"

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Sé que en el fondo
no son malas,
que sólo quieren verme reir
suspicaz
curiosa
con el ceño fruncido
Por suerte
ellas entienden
cuando les pido
que se alejen
que quiero estar tranquila
y no pensar
en el viento
en los grillos
en los lunares ajenos
Entonces ellas remontan vuelo
y se van a revolotear
con sus cuerpos afilados
sobre algún otro flequillo,
como buenas ideas que son .

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-El dijo: desde que te conocí, no quiero ser más la Coca Sarli. Ella lo miró fijo, y entendió al instante.
-¿Y entonces?
-¿Entonces qué?
-¿Cómo sigue la historia?
-Oh, eso. Nada, no sigue, no tendría porqué hacerlo.

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"Es muy fácil saberlo" le dije,
"si son una realidad, entonces encontrarás justa justificación
para todos tus miedos
y te será necesario enfrentarlos de una vez
con palabras
de las que atraviesan caparazones
o alejarte definitivamente
como si nada
Si son una sábana, entonces
eventualmente se ensuciarán
y la sábana caerá
por su propio peso en mugre" .

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Luego de un año de permanencia en el club de únicos dos miembros, la mujer reveló so gran verdad:
"soy rubia..."
(acto seguido se quitó la peluca de falsos rojizos)
"...y estoy enamorada de ti!"
Ante semejante declaración
(se sobreentiende: la primera, nunca la segunda)
el hombre, estupefacto, patitieso
con el rictus de sorpresa aun en su cara, dijo:
"pero entonces ya no podrás formar parte del club...!"

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-Si insistes tanto inventaré alguna especie de continuación, pero no me responsabilizaré por su caludad narativa
-Ok
-Que no se malentienda, que anteriormente no se trató de hacer chabacana alusión a los senos de ella, o a los de la Sarli. Pero él le decía que la sola visión de aquella mujer, famosa por su reiterativa forma de preguntar acerca de las pretensiones ajenas, le traía una especie de extraña paz, como si gracias a ella el mundo pudiera unirse en alguna especie de extraña fraternidad hermanada bajo la batutua de la hembra mencionada. Yo no sé, a mi también me sonó de lo más estrambótico cuando me lo contó. Entonces, entonces la conoció a ella y le reveló sus más íntimos planes: el de ser churrero y tener un puesto en Mar del Plata junto a ella encabezaba la lista, luego, claro está, el de conquistar el mundo y conocer a Chuck Norris en el interín. Sus desmedidos gustos por el animé y la escritura desestructurada siempre rondando. Y le contó todas sus extrañas teorías, demasiado extrañas como para explicártelas ahora mismo, y ay! le dijo que ya no quería ser más la Coca Sarli. Ella lo miró y entendió al instante, sintiendo el sobrecogimiento que sólo puede sentir la que se ve reflejada en los espejos ajenos, pero bien adentro, y además sabiéndose reciente dueña de un cariño que no creía con seguridad querer merecer. Sin embargo, contra todo pronóstico o alerta amorológico, no salió corriendo. Eso la asustó.
-¿Y entonces?
-Entonces nada, no ves que me inclino por los finales abiertos!

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Me gusta pensar
que las muñequitas andinas
que adornan mi vincha no-andina
se levantan por las noches
y juegan
y bailan
y saltan con pasitos chiquititos de muñequita que se levanta por las noches
y entonan cancioncitas andinas
para deleitarse en esas veladas
clandestinas a escondidas
susurradas así a mis durmientes oídos

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Si los subterráneos,
en la forma en que los entendió Kerouac
son "hipsters sin ser insoportables, son inteligentes sin ser convencionales, son intelectuales como el demonio y saben lo que se puede saber sobre Pound sin ser pretenciosos ni hablar demasiado de lo que saben, son muy tranquilos, son unos cristos"
Entonces ¿los trenes?

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-¿No vas a hablar del playmovil lisiado? ¿o del poema de Bukowski? ¿o del muñeco voodoo? ¡Eso es lo que quería escuchar!
-No, no lo voy a hacer, pero oh!, deberías leer ese poema, sin dudas, YES YES

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Definitivamente los trenes no podrían ser hipsters intelectuales y tranquilos,
mirenlos!
no se condice con su habitual traqueteo
ese rumbo tan marcado, esos accidentes, esa estrechez de espacio
de comprensión, de ideas.

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¡Sh! ¡que nadie las interrumpa!
personajes en las fotografías
ceños fruncidos desde los posters
("esa no es forma de comportarse, si yo fuera muñeca...")
déjenlas bailar sus cancioncitas
mientras tejen ilusiones de libertad
para luego al amanecer volver
a adornar mi vincha así,
quietecitas.

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En cambio los subterráneos
con todas sus verdades siempre tan vibrantes
tan debajo de la superficie
Por más que escarbes hondo
no hallarás más que el flujo confuso e intrincado
de oscuros pensares de sombra permanente.

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-Si hay amor después del amor, entonces
¿cómo saber del amor que será el amor antes del amor?
-Imposible, no se puede
-Pero...
-Ya te dije: ¡me inclino por los finales abiertos!

domingo, 1 de noviembre de 2009

La Ficción y su Verdad

(Ensayo final de la materia Taller de Expresión I de la carrera Ciencias de la Comunicación de la U.B.A)


Las lenguas de ciertas tribus indígenas y diversas culturas dicen por ahí que cuando se le toma una fotografía a alguien, una parte de su alma queda encerrada en esa misma fotografía. Ya sea porque se cree que el artista ha logrado captar con su lente y sensibilidad “el alma” pura del retratado, ya sea porque realmente se piensa que dicha alma ha sido robada por el impertinente flash. Siempre me ha resultado interesante esta cuestión, pero en la actualidad no concibo que algo tan bello como la fotografía pueda a uno robarle literalmente su alma (y eso, partiendo del hecho de que la existencia de la misma no se halla aún comprobada). Tal vez sea por esa razón, que en un parque cualquiera una señora alejaba recelosa a su hijo, de la lente de la fotógrafa amateur que intentaba retratarlo tímidamente en su pequeño remolino de risas y palomas. Soy fiel testigo de que ninguno de los disparos fotográficos incidió siquiera en la sonrisa de aquel niño. Tal vez una parte de su metro diez quedó contenida en el aparato, pero no podría hablar de robo, sería un término muy excesivo. En todo caso, se trató de un niño que cedió involuntariamente una parte de sí para embellecer luego una fotografía impresa.
Y con la ficción ¿qué sucede con ella? ¿Acaso roba ella también, un pedazo del que se ha atrevido a escribir algo, a plasmar los propios pensamientos, a dibujar en la hoja, incluso retazos de pensamientos ajenos?, ¿O somos nosotros los que cedemos esa parte nuestra voluntariamente al desplegar el poder de la lapicera sobre el papel?
Primero debe partirse de la base de que existe una similitud fundamental entre fotografía y ficción. Como bien dice el señor de las armas secretas, tanto una como la otra recortan un fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúa “como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende (...) capaz de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura...”
Una apertura que opera en la ficción, a través de las múltiples realidades a las que puede accederse a través de ésta, y los infinitos significados y asociaciones que ella evoca. Como una buena foto, la ficción proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucho más allá de la anécdota contenida en el relato o la foto y contiene, a su vez, las impresiones propias de quien la escribe, así como la foto retiene al retratado. Pero, ¿es aquello que evoca la ficción algo necesariamente contrario a la verdad?
Retomando las preguntas iniciales puede decirse que cada vez que escribimos ficción, ésta se lleva una parte de nosotros. Si se deja que lo haga involuntariamente o no, ahí está la cuestión. Toda ficción encierra algo de quien la escribe, algo que dicho autor puso allí adrede, o por equivocación, una parte de su fuero más interno: elucubraciones varias, pensamientos, emociones, que debían manifestarse de alguna manera y encuentran, a través de las letras, la forma de escabullirse entre los dedos y hacerse carne en el papel. La complicación está en descubrir si, contrariamente, fue ella, la señora ficción (quien más sino), la que robó (y aquí no me parece excesiva la utilización del término), ese fragmento más íntimo de nuestro ser, en un ultraje descarado hacia nuestra persona del que terminamos siendo, tarde o temprano, cómplices manifiestos.
Me resulta claramente opaca la cuestión: si las palabras las puso allí el autor, si ella se las robó a él, o quién es el ladrón (desgraciadamente, siempre hay uno) en todo esto. Cada cosa que se escribe está imbuida de las percepciones del mundo de dicho escritor; lo que le contaron; las “verdades” que le fueron transmitidas, así como las mentiras; todo en lo que cree y desconfía. La autora de “La fábrica de historias” manifiesta que aún cuando se crean mundos ficticios, no se abandona lo familiar, sino que sólo se lo transforma en lo que hubiera podido ser o en lo que podría ser.
Por lo tanto, ni lo que escribí puede ser tan mío, ni lo que se escribió, tan robado. Ni la ficción es tan ficticia, ni la realidad tan real. Siempre se parte de una base real, “verdadera”, para luego tratar de pintar una ficción un tanto realista o una realidad un tanto ficcionada (¿qué es lo real después de todo?. ¿Dónde está el límite, la línea que separa uno de otro? Hasta donde sé, no existe tal señalización, más bien esto responde a caprichosas convenciones acerca de lo que podría considerarse “real” y lo que no).
La verdad como tal no existe, lo que existen son representaciones de ella. Por ende, la ficción no podría nunca decir “la” verdad: no dice una verdad, tampoco cuenta mentiras: dice su verdad, que es de ella y por ende, de nadie más. Y si ella quiere, esa verdad puede ser la más mentirosa de todas. O no. Como diría Juan José Saer, verdad y ficción no tienen porque ser necesariamente contrarios, sino conceptos problemáticos que encarnan la principal razón de ser de la ficción. Uno y otro se miran, se rozan constantemente, se hablan y discuten sobre diversas cuestiones, entrelazándose, imbricándose en la trama que narra un relato determinado, tan cierto como ficticio, dependiendo del lente con que se lo mire. De la boca de este autor: “La ficción no solicita ser creída en tanto que verdad, sino en tanto que ficción”, “si recurre a lo falso, lo hace para aumentar su credibilidad”. En ella se conjugan lo empírico y lo imaginario, lo tangible y lo onírico, en una mezcla cuyo resultado no es sino un platillo de múltiples sabores e inagotables experiencias, un relato que dispara, como la fotografía pero no en el mismo sentido que el obturador de ésta, a una realidad que trasciende el recorte efectuado. Y en ella se experimentan millones de posibilidades, que no son mentiras, sino representaciones de realidades posibles, tan posibles como la realidad misma (que, como ya se ha dicho, no es más que un conjunto de representaciones). Realidades, mundos posibles que manifiestan, también, lo que sucede y no sucede, a la manera entendida por Javier Marías.
Se la ha tratado, entonces, injustamente de mentirosa, y ahora también, de dudosa ladrona (y la cuestión sigue abierta a la vacilación, hasta que se dilucide quién roba a quién).
Puede ser, entonces que nos acerquemos a la ficción, voluntariamente porque se nos ocurrió que debíamos hacerlo, pero en el germen de esta necesidad imperiosa se halla un elemento más profundo:
Uno puede acercarse a la ficción por pura casualidad, por un llamado “rapto imaginativo”. Sin saber porqué puede uno encontrarse , lapicera en mano, escribiendo líneas sin un rumbo determinado, hablando sobre cosas sobre las que tal vez hubiese preferido callar. Podría ahora decirse, que tales aproximaciones no son casuales. No es casual recordar determinados momentos de la infancia, determinadas vivencias, determinados hechos trágicos, triviales o felices y resignificarlos bajo el manto de la ficción o inventar mundos paralelos con personajes sombríos y extravagantes. No, no es casual, porque es ella la que siempre se cierne sobre el potencial escritor, arrastrándolo sin que éste pueda evitarlo. No, no es casual, ella sabe cómo, cuándo , dónde y ahí está siempre, puntual a la única cita a la que nunca faltará, para agobiarnos con el deseo de decir, decir, mostrar y mostrar con palabras lo que se quiere ocultar pero se dice igual; para contar su verdad a través de escritores, narradores artífices de su propio discurso; para robar esa parte que pertenece sólo al que escribe, y guardarla limpita, prolija (relativamente, dependiendo de caligrafías particulares) en un papel, quien sabe con qué propósitos malignos. Ella misma es la gran “araña en el zapato” de la que habla Gloria Pampillo, la culpable de que un hecho significativo vuelva una y otra vez a nuestras memorias, la que insta a escribir su verdad.
Esta en la naturaleza del hombre, entre sus varias actitudes reprochables, el echarle la culpa al otro. No podría ser de otra forma en este caso, responsabilizar a ella por el robo de éstas y otras tantas palabras . De lo que el escritor puede sí hacerse cargo, en todo caso, es de su falta de resistencia ante tan magnífica y enigmática dama.
En esto soy fiel testigo: de todas formas puede el lector creerme o no, pero en ningún momento estuvo dentro de mis intenciones escribir todas las líneas que precedieron, y ahora que las leo, veo que, una vez más, han logrado contar su verdad, y se llevan un pedazo de quién las escribe. Otro robo concretado.

El otro final (de "La Espera" )

Aquella turbia mañana del mes de julio, la mujer se levantó con mas pesadez de la habitual. Miró por la ventana. Las grandes y amenazadoras nubes cubriendo el cielo le anunciaban que sería un día como tantos (el clima se había presentado así durante toda la semana). Se puso sus pantuflas a cuadros y se dispuso a preparar el desayuno como cada mañana, con la parsimonia habitual. Su viejo perro lobo se acercó y comenzó a husmear entre los trastos de la cocina, con la esperanza de conseguir alguna tostada, y ella, también como cada mañana, lo mandó a mudarse por la puerta que da al patio interno del hotel, sin mucha convicción. No supo porqué el animal volvió a entrar por la misma al cabo de un breve instante, hasta que los vio.
Pasaron como una tromba delante de la ventana donde ella untaba, ya resignada, una tostada para el perro, no había tiempo que perder, la tostada voló por los aires (el animal observó desanimado como ésta iba a dar al tacho de la basura) y la señora en inusitada velocidad ya se hallaba encaramada tras la puerta por la que los dos hombres habían penetrado. Era la habitación del inquilino ese, medio raro. PUM!PUM! la señora se tomó el pecho con las manos y el olor a pólvora...PUM! Corrió a refugiarse en su cocina, donde se armó con el palo de amasar. Pero pasaron los segundos, los minutos que fueron horas, y nada sucedió. La señora se persignó.
Se lamentó por aquel hombre, extrañamente el macabro hallazgo del cuerpo conformaba un singular cuadro combinado con los pavos reales del papel carmesí. Pobre desgraciado. Acto seguido, agradeció que los daños materiales se redujeran exclusivamente a la rotura de los goznes de la puerta, y a la tostada, yaciendo ya, que en paz descanse, en el fondo del cesto de residuos.

sábado, 2 de mayo de 2009

Arroz con leche

el payaso rapado me observa
me da escalofrios
zumban mosquitos
que quiere?
(no se tejer, no se bordar)
la gola dorada le enmarca la asquerosa papada,
justo debajo de una boca descomunal que emana rojo sangre
(no se abrir la puerta para ir a jugar)
algo quiere decirme
alguien, su creador, ha decidido que debería tener párpados verdes.
(tampoco soy de san nicolas)
que decisión poco sabia, permitame decirle, un payaso con párpados verdes,
¿dónde se vió?
sí, y además pelado. con párpados verdes y pelado
Acabo de matar a un mosquito.
Sin embargo, su peculiaridad lo destaca
y uno se compadece al encontrarse tal muñeco sobre la repisa,
y quiere incluso abrazarlo,
al pato feo de los payasos.
(nunca fui la viudita del barrio del rey)
Sin dudas unas manos muy especiales han de haberlo elegido, entre todos los payasos habidos y por haber;
unas manos de dedos finos y delicados, han sabido dar con el personaje justo;
unas manos sin embargo venosas, antiguas, colocando cuidadosamente el paquete que contiene al payaso
en otras manos pequeñas
inocentes
que han crecido y ahora teclean
(nunca quise casarme)
y son manos que también recuerdan
y entienden porqué el payaso ya no luce amenazador,
más bien sólo
(menos decir "con éste sí, con éste no)
y triste.

Las manos que 14 años atrás entregaban al indefenso payaso,
son las mismas que preparaban el arroz con leche
todos los viernes con gracia y cantitos aniñados en voz descascarada.
Eran las de mi abuela,
las que dejaron de funcionar hace exactamente cuatro meses
y las que todavía siento tamborilear en la mesa de la cocina
como estrofas de una canción.

¿alguién puede abrirme la puerta para ir a jugar?

domingo, 19 de abril de 2009

Closing circles

Un día se desvaneció, sí, así como lo oye: primero fue su pelo, empezó a desaparecer lentamente, luego los dedos de sus manos, de sus pies, los brazos y las piernas. Después fue el turno de su torso, antiguamente tan robusto, porte altiva y pelos en pecho, no quedaba nada de él. La cara se redujo a dos ojos impávidos primero, y luego ya no fue ni sonrisa ni peculiar nariz, nada, dos orejas que se borraron de un plumazo, y ya no quedo un minúsculo trazo de su peculiar existencia.
y no pudo hacer nada para salvarlo? no, yo quise, pero él nunca me dejó, así como nunca pude acercarme a él, no pude evitar que desapareciera tampoco. Qué mas puedo hacer ahora que escuchar “wish you were here”, y dedicárselo..creo que los dos estuvimos nadando en la misma pecera, sabe? Por años, éramos almas perdidas, pero estábamos tan corroídos por dentro que encontrarnos no nos hizo ningún bien tampoco. Eramos casi lo que se dice "meant to be", el uno para el otro (casi), pero de alguna forma comprendimos que nuestras similitudes no podían compatibilizar sin que uno de los dos sufriese en demasía. Había sobre todo, olvido. Olvido por días y días y días. El olvido es una de las cosas que más cuesta, pero la que más duele, cuando no es uno el que olvida. Seguíamos en la pecera, sabe? Y a pesar de que esta era esférica, nunca nos encontrábamos, era un misterio. Tal vez habíamos permanecido en ella por muchísimo tiempo, muchísimos años, ignorando la existencia del otro, “corriendo”, en el mismo viejo escenario, manteniendo mismos viejos miedos, pero de forma separada. Quien sabe si no éramos los únicos en aquella pequeña fortaleza de cristal, para mi no hubo ningún otro, solo pude verlo a él, y después ya no. Su sola visión , sin embargo, logro trastornarme. No, no fue eso, fue el cruce de causes, tributarios de un mismo río abandonado. Después ya no. No lo vio más? No le digo que se desvaneció!? Pero , me refiero, después del cruce..Si, alguna veces, solíamos separarnos del resto de aquel acuario, pero en el fondo nos sabíamos ordinarios, y por ello sufríamos, desilusionados. Y como era afuera? Miraban afuera? Sí, mirábamos, afuera parecía maravillosamente aterrador. El cristal era nítido, sin embargo la incertidumbre lo empañaba todo. Sentíamos la pecera empequeñecerse cada vez más, nos forzábamos a ver más allá, se suponía que algún día íbamos a salir de aquel letargo burbujeante, pero cuando? Por qué? Bajo qué tipo de circunstancias? Entonces, estaban juntos? el plural es sólo una condescendencia hacia mi misma: yo estaba sola pero no me importaba, porque lo sabía en algún otro punto de la pecera a él, y calculaba que sentíamos lo mismo, que veíamos lo mismo, que eran los mismos pensamientos, las mismas inquietudes, los que nos desbordaban, y por los que me sentía indirectamente conectada. Eso me mantenía bien, confortable, incluso adormecida. Es curioso, porque en verdad, nunca llegué a saber nada de lo que pasaba por su mente. Uno se llena la cabeza, la boca , y la vida de suposiciones, no? Sería mil veces más simple preguntar, pero no, uno tiene que suponer y des-suponer esto y aquello, y eso otro. Y después se desvaneció? Así como así? Si, así como le dije. Y usted nunca pudo preguntarle lo que tanto anhelaba saber de él. No, usted verá, detrás del cristal yo vislumbraba, a determinadas horas, una especie de bola dorada que asomaba por un extremo de aquello que nos rodeaba, y sólo en precisos momentos, la bola de fuego rozaba un aplique de cristal junto a la pecera, y lo atravesaban luego pequeños fragmentos de hermosísimos colores, como nunca había visto. Nunca tuve la oportunidad de preguntarle si él también los veía, si sentía lo que yo, cuando se proyectaban a través del cristal, y cuál de ellos era su favorito. Tal vez me hubiera contestado que el azul, o el malba. Tal vez, ¿pero que caso tiene seguir preguntándose sobre trivialidades?. No subestime a las “dades”: trivialidades, nimiedades, son las que hacen de esta vida algo grande, más grande incluso que aquello que rodea a la pecera. Puede Ser, pero volviendo a lo anterior...tal vez ese sea el punto señorita. Qué cosa? Eso mismo, “volver”, usted sigue volviendo allí, con el cuerpo, con la mente, vuelve a esos momentos, a la visión del cristal, vuelve a la pecera incluso cuando hace tiempo ya se ha librado de ella, cuando hace tiempo ya que ha empezado a ver realmente aquello que la rodea, y sin embargo... sin embargo se empecina en volver, sin querer o adrede vuelve a encerrarse en una prisión esférica donde pierde la cabeza y se pierde a usted. Vamos, usted ya sabe la respuesta señorita, y es que no importa ya si él hubiese dicho “malba” o “azul” o incluso “verde”, realmente ya no importa porque usted sabe que él debería haber sido capaz de mirarla, de decirle “todos los colores”, en lugar de desvanecerse en ninguno. Usted ya sabe, la cuestión es volver, o mejor dicho, no volver. Para qué? Ya ha cruzado el vidrio empañado, ahora dedíquese a mirar.

miércoles, 11 de marzo de 2009

M




Como pocos, acompañaba la chocolotada con un tomate sin sal, cuidadosamente cortado y se divertía leyendo obituarios en el periódico de los domingos;como algunos, añoraba hechos que nunca sucedieron, que ni remotamente sucederían; y se decía a si mismo que los gatos eran animalejos del demonio;como muchos, se alineaba en todas las filas y simplemente se dejaba llevar por la dirección que tomase la corriente, "la más apropiada". Nada de tratar de caminar hacia atrás, mucho menos en diagonal, y que nadie le hablase de contradicción o inestabilidad, eran términos ajenos a su diccionario de vida. Las cosas eran como eran por alguna razón, y si el había venido al mundo, (porque había venido), no tenía porqué cuestionarlas. No, se lo había dicho de pequeño un elegante funcionario de su ciudad: las nubes estaban para ser observadas, el pasto para ser cortado, las masas para ser amaestradas y él, no tenía que preocuparse por ninguna de esas cuestiones.


No reflexionaba sobre nada y nadie le importaba. No era desamor por lo que le rodeaba, sino que ningún ser era lo suficientemente importante como para situarlo en la balanza de los pro y los contras, menos que menos para analizarlo, excepto tal vez, ella.


Ferviente defensor del "existo, luego pienso" , lema del cual se declaraba propio autor, y anticartesiano por antonomasia, Miguel hacía (nunca pensaba). De haberlo hecho en algún momento, de haberse perdido en lo que el mismo llamaba "estúpidas reflexiones que no llevan a nada / malditos preámbulos destructores de la felicidad", nunca hubiese logrado la hazaña de salir ese día (ni de su casa, ni de su ensimismamiento, ni de su cabeza), o besar a Caris. y Caris agradecía que ésto fuera así, porque con Miguel nunca se sabe. Se sabe lo que pocos, lo que algunos, lo que muchos, se sabe que hace, y punto, lo demás ya es puro misterio. Un misterio que él tampoco se ocupará nunca de desentrañar (¿para qué? si sabe que mañana va a hacer calor y que tal vez se vea con ella. Es todo lo que necesita)Nunca entendió muy bien de porqués. Solo le bastaban los cómos, los cuándos y los dóndes, y allí estarían: él y sus impulsos. Quiero algo, entonces lo obtengo ya, porque mañana querré otra cosa, que también obtendré. Lógica pura. Así funcionaban ellos, ya se dijo, Miguel y sus impulsos. Benditos sean ellos (en una forma atea, claro está) y sus ganas de hacer.


Basta de pensar (tanto)

martes, 10 de marzo de 2009


ni vos vas a venir
ni yo voy a ir
no pienso.
el orgullo
me come los pies;
(no corro, no camino)
sella mis labios;
(no hablo, no digo)
ata mis manos, fuertemente, puños cerrados
(no corto ni pincho)
deja que me estanque en la arena de las ideas
que algunos se empecinaron en inventar,
que otros se empecinaron aún más en creer,
las que hoy valen nada y en la nada se disuelven,
esas por las que otros murieron antaño por defender
no yo, si yo estoy estancado en la arena
y soy tan pequeño.
la linea recta es la llegada a la que nunca accederé,
es la broma mejor dispuesta, la mejor jugada,
el utópico horizonte que anhelan tantos
y del que yo casi siempre me rio.
tampoco es que me encuentre solo,
alter egos son los que sobran,
y olas
y azules.
alguien aplaude allá, y otro, y otro más
pero no se,
me niego a admitir que sea a mi a quien esas manos busquen

son gusanos metiéndose en la cabeza
los que ensucian los pensamientos de alguien más
que ya no soy yo


y ya nadie más aplaude .

throwing my arms around..

No es la agorafobia
no es el agua rozando mis pies
no es la ola que se precipita
(la que aguardo indiferente, pasivo, inmutable)
no es la arena invisible,
ya se dijo mucho de ella,
tal vez es sólo que
sigo siendo el mismo de antes
y siento las mismas cosas.
(acá estoy, acá está, una primera persona del singular en espera)

Mantas

¿Y si no viene?.¿Y si no voy?. Después de todo, le dije que se trataba de algo malo, así que es muy probable que no venga. No tengo porqué ir, ella fue clara: lo que tiene para decirme no es nada bueno, y yo no tengo porqué ir hasta allá para escuchar quién sabe que boludes, ni siquiera es algo bueno. Conociéndolo, no va a venir. No voy a ir. No, si nunca hace nada. Nunca hice nada. Siempre fui yo la que tuvo que iniciar cada cosa, hablarle, buscarlo, porque él, nunca nada. Pero si no voy me va a hacer sentir culpable después, por favor, ni que fueramos algo, como para que yo tuviese que ir si o si, y nunca le pedí que haga nada. Nunca me pidió realmente, pero yo fui, fui a esa presentación suya en la loma del a, me remonté a 1492, al 12 de octubre. Yo nunca le pedí que viniera. Necesitaba verlo haciendo lo que realmente le gusta (se detiene, piensa, se acuerda que sólo en ese momento pudo verlo sin el velo que envuelve a su persona el resto del tiempo, logró percibir quién era él realmente, vulnerable detrás de su instrumento, sin posibilidad de falsear sentimientos, de esconder una personalidad ya de por sí esparcida como un puzzle al que le faltan sus piezas claves), nunca me pidió, pero qué otra cosa iba a hacer. Por ende, no tengo porqué ir ahora, además, son malas noticias. Pero él, claro, él creerá que no tiene porqué venir, además, “son malas noticias”. Es así, ¿y si voy?. ¿y si viene?. No es que me importe, no es nada, pero así me saco las dudas de una vez. Podría sentir curiosidad, tener dudas, podría, incluso, querer venir, pero no, no lo va a hacer. Esta jodido el tema, porque capaz viene el flaco en un rato, y rulo no anda muy bien. No, no lo va a hacer, me va a poner una excusa pelotuda, del tipo “viene el flaco” o “se enfermó rulo” y yo, bien gracias, que me vaya a freir panchos. Ella sabe como soy, y hasta donde puedo dar. Que estaba pretendiendo, porfavorr, ¿milagros?, tarde me vengo a acordar que mi nivel de religiosidad se puede equiparar al que pueda llegar a poseer el sr sagan en alguna parte de su columna vertebral, ¡como me molesta que sea así!. (a una distancia considerable en cuadras, se detiene, como si hubiese escuchado un quejido lejano en su contra, pausa reflexiva hasta que finalmente, él se decide a ir). (tiempo que transcurre lentamente; uno, pedaleando; otra, tumbada en el sillón, esperando, ceño fruncido, mirada clavada en el techo, manos que juguetean nerviosamente, alguien golpea a la puerta). Piensa: ¡vino!. Piensa: ..al final vine. Hola. Hola. ¿Cómo estás?. Bien ¿vos?. Bien, hace calor. Si… ¿Qué es eso tan malo que tenés que decirme?. Se muerde los labios, arruga la nariz, entorna los ojos, mira hacia abajo, luego hacia arriba, luego hacia delante, hacia dos ojos que no están entornados, pero si suspicaces, y finalmente dice: Te quiero .Ahora no se escucha nada más.

undecided II

y porque sabe que no se anima, que no lo dice y que si fuera por él, no lo diría nunca jamás, ni en el jamás de los jamases, ella tampoco lo dice. no lo dice porque sabe que él no lo dice, porque cree, mejor dicho: sabe, que el no lo diría, y que ella no lo diría tampoco, porque él no lo dice, porque no se anima y porque ella tampoco se anima, y no sabe que quizás, él no lo hace porque ella tampoco, porque ella no lo dice, él tampoco. Sería más fácil si alguno de los dos lo dijera, pero no, ella no va a dar el brazo a torcer, porque él no da el brazo a torcer, y porque le gana el orgullo, y la vergüenza. Y aunque los carcoma la incertidumbre, no lo van a decir, porque saben que no se animan, que no lo dicen y que si fuera por ellos no lo dirían jamás, ni en el jamás de los jamases.
Y así andan de enredados, los señoritos sin agallas.

undecided

Gritan pero cantan
los sonidos del amanecer.
Al viento suelto mi furia toda
Mi lengua es ponzoña,
que no la juzgue mas que mi consciencia
que no me juegue en contra
lo que escupe mi boca
Las palabras que repiquetean en tus oidos
No te confundas, no pienso en vos
antes
haria cercenar mis ideas
por la misma reina de corazones.
Alicia sabe muy bien lo que hace,
adentrándose en mil laberintos
sabe muy bien lo que hace,
yendo tras el conejo blanco
Y las palabras que ahora te escupo,
Escuchas?
No te confundas, no es amor

viernes, 5 de diciembre de 2008

Los tiempos que corren

20:04. Se sienta en el asiento aterciopelado, en el tercer vagón de aquel silencioso gusano con miles de ojos que recorre las inmediaciones subterráneas de la ciudad cada día. Mira hacia su derecha y la visión que le devuelven sus ojos cafés es la misma de siempre: conjuntos de pestañas caídas, rostros alargados por el cansancio y la preocupación de éstos días. El hombre de mameluco azul oscuro está sentado entre todas éstas pestañas, como siempre y él, tiene la impresión de que trabaja para alguna empresa de correos, seguramente se aburre cada tarde, son tan pocas las cartas que se despachan hoy en día con todo esto de internet y los correos electrónicos, piensa él.
Él, nuestro hombre, se llama Juan. A su izquierda observa al intelectual (así Juan lo había apodado, pero bien sabía que se llamaba Juan, igual que él) con sus gafas, leyendo el diario. Coincide con él todos los miércoles, excepto que hoy no es miércoles. Lee en la primera página del diario, aquella palabra que tanto ha resonado en sus oídos éstos últimos días (además, claro está, de “cacerolas” y “helicóptero”), a la cuál siempre había asociado, hasta ese momento, con el lugar dónde los bebés son colocados, o los animales de las granjas. Quién diría ahora que este término tan sencillo, y en diminutivo, sería capaz de sacar canas verdes a la mitad de la población. Se fija en un titular que anuncia que un reconocido representante del teatro de revista argentino se ha puesto a la cabeza de un grupo de manifestantes, “claro, porque ahora le toca a él de cerca también”, Juan comenta, sin percatarse que está dejando fluir sus pensamientos en voz alta. El intelectual, baja el diario: así están las cosas, son los tiempos que corren, que le vamos a hacer, le ofrece un cigarro, “para cuando baje, eh” y a otra cosa mariposa. Juan se lo guarda en el bolsillo del pantalón gastado, rojo como la sangre más roja, como la que podría emanar cualquier rosa, si éstas sangraran, claro está. 20:09
Una madre con su niño pequeño dormitan en el asiento de adelante. Lo ha abrigado como para ir al polo norte, piensa Juan, y se asegura de que esta vez sus pensamientos se mantengan de la boca para adentro, no está de ánimo como para que una madre comience a darle lecciones sobre la mejor forma de preservar “la delicada salud de la criatura”, es decir el hijo.
El traqueteo de aquel gusano es imperceptible para sus oídos y para su cuerpo en esta ocasión, tiene cosas más importantes en qué pensar.
En Pasteur sube la chica linda, la del lunar, esa que lo volvería loco, de no hallarse él casado y de no ser ella la novia del intelectual. “Nos vamos a casar en un mes”, le dijo él, uno de los tantos miércoles que le tocó sentarse a su lado y, a pesar de que no eran amigos, entendió aquella declaración como un señalamiento de territorio.20:15 Ella sube, y baja el supuesto cartero, u hombre del correo. También, como cada día normal. Excepto que hoy no es un día normal. Hoy a Juan lo despidieron de su trabajo, lo echaron de la repositora donde trabajaba sin prácticamente explicación alguna. Infundados en trajes negros, dos hombres que él jamás había visto en su vida, se le acercaron: no tenemos quejas de usted, le dijeron, falta de presupuesto, le dijeron, darnos el lujo de demasiados operarios, le dijeron, los tiempos que corren, le dijeron.
Ja, los tiempos que corren. Bien sabía él sobre “los tiempos que corren”. También le dijeron “recomendación”, “mucha suerte” y otra tanta sarta de idioteces que no recuerda, y después chau si te he visto no me acuerdo. En su casa, Martita seguramente estaría esperándolo con algún plato de polenta o arroz desabrido, y los chicos estarían ya enredados entre pesadas frazadas, con suerte en el séptimo u octavo sueño. Pobre Martita, la había conocido cuando todavía era un pimpollo, una sonrisa andante, cuando iluminaba todo lo que tocaba y reía con esa risa, esa carcajada que era una cascada cantarina y lo había llevado a él, picaflor malandrín, hasta el altar, hasta el “en la salud y en la enfermedad” sin chistar, antes de convertirse en ama de casa abnegada, antes de que el paso del tiempo y los hijos descascararan su belleza y su carácter, antes de que aquellas arrugas apareciesen en la comisura de su antigua carcajada, y, decididamente mucho antes de que las peleas entre ellos se hubiesen tornado un elemento más para acompañar a las tostadas en el desayuno. Pensó en ella y en sus hijos.
La madre y su niño, aún adormecidos, se bajan en Pueyrredón.20:18 ¿Cómo decirles ahora? Seguramente lo entenderían, son los tiempos que corren y muchos otros han quedado en su misma situación. Pero ¿cómo decirles, cuando lo que él ganaba en la repositora era lo único que les daba de comer, lo único que pagaba los remiendos en los guardapolvos... y las suelas gastadas de tanto caminar? Juan tenía deudas. La chica del lunar desciende. Deudas con los bancos, cuando decidió construir su precaria vivienda. Deudas con prestamistas, cuando decidió arreglar su precaria vivienda hasta tornarla en algo relativamente habitable. Deudas y más deudas. Llega a Carlos Gardel y debe bajarse, ha estado absorto en sus pensamientos y no se ha percatado que su compañero del diario también ha desaparecido.20:20
Comienza a caminar entre callejuelas, bocas de lobo que lo tragan mientras él patea su suerte por la vereda en aquel paraje desolado. Hace rato ya que el dorado ha barrido con sus últimos rayos la suciedad de ese lugar. La noche le cae encima, el viento en la cara del invierno, frió e inexorable le tajea las mejillas, y también las entrañas. Lenta y dolorosamente, como el paso de aquel cartonero que observó en la mañana (cuando se dirigía hacia la repositora, cuando todavía tenía un trabajo), él avanza. Lo escoltan gatos y otras criaturas del siniestro submundo nocturno. Quedan tan sólo un par de cuadras hasta llegar a su casa, a Martita, al arroz desabrido y a las no ganas de explicarle nada, de no ver su cara cansada y la desilusión, cuando le diga lo que ha pasado, las ganas de no ser él, sino otro, otro Juan, (o quizás otro nombre), en otro lado, con otras preocupaciones, otro hombre lejos de ésta realidad. Pero no. Quedan cinco cuadras, y son cinco cuadras grises e inciertas. No, no son las cuadras, Juan piensa que es su porvenir, las cuadras en esta zona siempre han sido iguales (o al menos, él no tiene registro de que hayan sido arregladas en años). En estas elucubraciones se halla sumergido cuando nota su presencia. Se acercaba despacio, sigiloso, pero con paso firme y decidido, un tigre acechando a su presa.20:25. Juan calculó, lo tendría a una media cuadra de distancia aproximadamente, y acercándose. Un abrigo gigante que llegaba hasta la mitad de su rostro, y ocultaba sus garras, cubría casi todo su cuerpo. La capucha no le permitía vislumbrar sus ojos de felino. Un escalofrío, que no veía ni de Juan ni del otro, recorrió el lugar enteramente. La callejuela se estaba alistando para lo que habría de presenciar.
Juan aceleró el paso levemente.20:26. El tigre se acercaba cada vez más, sus garras en los bolsillos. La negra cuadra parecía un camino infinito, un agujero negro, desprovisto de espacio y tiempo, que los había transportado hasta aquel instante, aquel punto dimensional donde se hallaban suspendidos, ambos perdidos, en medio de una constelación propia. Y no había ni un alma a la vista.
Ya es tarde, el hombre, el tigre, esta casi a la altura de Juan. Cruzan gélidas miradas, el silencio se rompe, el aire se rasga con la navaja presta que sale a la batalla y la cara sorprendida de quien se halla frente a ésta asesina de acero inoxidable, y el agujero negro se hace mas profundo.
-Dame todo lo que tenés o sos boleta.
La estupefacción se refleja en los ojos de aquel hombre, sus manos seguían en los bolsillos. Dame todo porque te mato, y la sorpresa da paso al terror. Y las manos seguían en los bolsillos.
Juan lo está agarrando del brazo, mientras su dama de acero roza provocativamente la zona debajo de las costillas de aquel hombre, del tigre con abrigo que sólo tiene 20 pesos y es todo lo que entrega. No hago nada con 20 mugrosos pesos, dame TODO te dije. No tengo mas nada, por favor, te lo juro, tené piedad. Pero Juan no conoce de piedad, no sabe de piedad, sólo sabe de sus deudas, de su desempleo y su familia y los tiempos que corren, ¿qué corren a quién? a él, naturalmente. Piensa en su familia nuevamente, ¿realmente los quiere? Se percata de que en verdad es sólo un amor rutinario, automático como la aguja de un reloj que se mueve porque ha sido programada para tal función, y que sencillamente nada le importa. A la aguja nada le importa, excepto el tiempo, y a él nada le importa, excepto este tiempo, esta aguja que lo corre, que lo apura y lo obliga a la puntualidad en sus deberes, a la eficiencia, a no malgastar los minutos: “el tiempo es dinero señores”, pero también lo detiene y lo congela. Y se para el reloj, algunas veces se para el reloj. Como ahora, eternamente 20:26, y luego se acelera, como si en aquel aceleramiento pudiese uno recuperar el tiempo, los instantes perdidos. Sin embargo, no, nada es lo mismo.
Aquel desgraciado le suplica en silencio, con la mirada. Y en sus ojos se ve a él, a él mismo hace un año, volviendo del trabajo, una noche invernal de abrigo enorme y manos en los bolsillos, ¿qué hora sería?, siendo interceptado por un sujeto que le saca su escaso capital a punta de navaja. Otro como él, empujado por la desesperación, ¿o sería él mismo?, ¿sería él mismo, acaso empujado por este agujero negro, este callejón de perdición que lo obligaba a revivir aquel desdichado suceso otra vez? Pero esta vez él tenía la navaja, él tenía el poder, y no esos ejecutivos de la repositora, él y nadie más que él, y este hombre que ahora temblaba delante de sí como una hoja de papel, que a la vez era él mismo y un don nadie se desgarraría de dolor cuando su dama inoxidable, hundiese su único colmillo, fatal debajo de sus costillas. Así haría catarsis, se liberaría de una vez por todas y dejaría que el agujero negro lo tragase, lo arrastrase hacia su recóndito abismo, ya libre de toda la furia y la desesperanza que habían sabido invadirlo. Se iría.
Apronta la navaja, pero el hombre, que ha quitado sus manos del bolsillo, descubre un par de gafas, y un diario, cuya portada Juan había leído hacia unos instantes, viajando en el subte. El intelectual ha reconocido a Juan, y Juan ha reconocido al intelectual, el otro Juan, que no es él mismo, o acaso, quizás siga siéndolo aún: una versión exitosa y mejorada de Juan, con buen empleo y capital cultural, su contrapartida. Y va a casarse con la chica del lunar.
Desencajado, Juan suelta su brazo y deja que se marche, incluso con los 20 pesos. Había tenido el poder en sus manos y en un segundo todo se había desmoronado. Aquel callejón había logrado burlarse de él una vez más. Todo le da vueltas. Se recuesta contra la fría pared gris unos instantes para recuperar el aliento y la compostura. Ya no hay rastros de su otro yo en la zona.20:34. En silencio, se lamenta ser y no ser el otro Juan, se cuestiona por su verdadera naturaleza. Finalmente, decide que deba apurarse, tal vez el arroz no se haya enfriado del todo, pero los minutos son preciosos, eso se lo enseñaron en la repositora, y si espera encontrar un mínimo de tibieza en el plato es mejor avanzar sin rodeos. Agacha su cabeza, apura el paso, y continúa el recorrido por el gris callejón de su vida. No desespera, sabe que el color cambiará eventualmente, que esto es algo momentáneo, que sólo depende de algunas varias vueltas más de la aguja. Que todo, absolutamente todo, y debe incluir a su familia también, se hallan a merced de esta tirana giratoria. Sólo le queda rogar porque siga corriendo, cada vez más y más y más rápido, y todo será historia.
El viento no favorece a quien anda sin timonel, decisiones deben tomarse, de otra manera la giratoria lo encontrará en un futuro estancado. Eternamente 20:26.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Si María Iribarne y María del Carmén Huerta fueran una misma persona

Anotador en el regazo, hoja en blanco a estrenar, lapicera en mano, mordiéndola, mordiendo con mis dientes el capuchón, acto inconsciente mirada perdida en los árboles de adelante, los de más allá, cruzando el gran charco que es laguna y tiene patos compitiendo por la atención de los presentes y la comida que arrojan sus manos. Caen dos o tres gotitas, imperceptibles, plap, sobre mi rodilla desnuda, izquierda, plap, sobre mi frente despejada-despeinada-despierta, y me devuelven, me traen de la lejanía de esos árboles y sus hojas de papel celofán crsh crsh, se bambolean en ramas de goma, y se chocan entre sí. Pero no estaba lloviendo, ¿por qué las gotitas?¿sudor, lágrimas, o qué?¿o quién?. Tuvieron mis ojos que mirar para arriba, que belleza, sentada bajo la sombra de un magnífico árbol y recién ahora se percatan ellos: un rompecabezas, la luz se colaba entre las hojas, y se rompía al traspasarlas, y por ella es que el verde se volvía amarillo, y entonces lo vi. Y las gotitas eran por él. Lo vi y fue todo pavor y hermosura, gestitos pasmados y extrañamiento. Maravilla ante aquel ser nunca visto, increíble y temerario: las gotitas brotaban de sus extremidades, me las convidaba. Plap, otra que se cayó, dio contra mi cuello que ahora se doblaba, se estiraba más y más para verlo mejor. ¿qué era? Imposible precisarlo, criatura criatura.¿qué quería? Toda incógnita naciente y mis ojos que se lo preguntaban y los suyos que no me lo respondían . Quiso que subiera. ¡Pero si no me acuerdo ya como trepar árboles! No ves que soy grande y toda responsabilita, y un desastre, que no me entiendo pero que no se note, que la frente siempre en alto y los de afuera son de palo (alto o no, me resulta indistinto en este caso). Más vale que lo sabía él, toda sonrisas y ojitos y ya estaba yo posada en una rama sin saber cómo ni cuándo, y que no se crea la gente que subí por mis propios medios. Era todo un descubrimiento, los patos se habían percatado y ya me miraban, no así quienes les daban de comer (como era de esperarse). Hablamos en una lengua, o dos, sobre don pirulero y otros temas no menos importantes. Después tuve que contarle de la chica que con esas gotitas mojaría el suelo, sólo por puro placer de sentirle el olor tan así, tan mojado, y contener las ganas de echarse una bocanada de ese barro-bendito, su tierra, por el esófago, pero ¡ay de su estómago!; y que no quería convertirse en la mujer de ese otro libro, la que miraba desahuciada hacia el mar, retratada a través de la ventanita oculta, con aires de playa y soledad. María se llamaba. Tal vez fue que lo aburrí con mi discurso, porque ahí nomás remontó veloz vuelo, ahí ave rapaz contra las nubes de las tres de la tarde, recortadas todas sus ganas en el triste horizonte. Vuelo alto que no caerá en picada, porque esto es un cuento y si yo no lo quiero así, a mi pájaro no le pasa nada, que si fuera vida real, agarrate: ahí nomás ya están con todo eso de que lo que sube siempre tiene que bajar y que se yo que más de la ley de gravedad y la manzana que golpeó la cabeza de alguien. Me gusta pensar que era una de las verdes. Y se perdió, entonces, arribita, y me dejó desorientada en la rama del árbol, no, ya estaba de nuevo en el suelo, debajo de éste: hoja en el regazo, lapicera en blanco a estrenar, anotador en mano, mordiéndolo (evidentemente los recientes hechos han dejado duradera secuela de confusión en la mente y objetos circundantes, por extensión). La mirada perdida de nuevo en los patos lejanos, meciéndose, chocando entre sí, “cuaqueando” cuac-cuac, en las ramas de agua de los árboles de más allá, cruzando el gran charco que es laguna de personas y tiene manos, compitiendo por la atención de las hojas de celofán crsh crsh, y la goma que éstas le arrojan. Pero a mi no me engañan. Y el me dejó sus gotitas, otras, en el dorso de la mano que sostiene el anotador que muerdo (vengo a recordar que con la celulosa no pueden los jugos gástricos, pero tarde piaste, pié). Pié, no como gorrión, al menos como alondra embravecida. No remonté vuelo de todas formas, no en ese momento. Y esa agüita en mis manos era para la tierra, porque quién querría más sustancia en esa laguna de personas que se agitan y yo tiemblo como ellas, pero seca. Habría pensado que podría hacer barro, y probarlo, una cucharadita cero porciento de grasa y colesterol, mejora la flora intestinal y el transito lento. Pero no, que no vió que soy grande, que esas cosas son de nenes y a mi que no me confundan con esos, que no te escucho que tengo orejas de pescado. Que la laguna dice, que cada cual atiende su juego, y el que no, el que no. Que la lágrima me dice que yo tampoco soy. (La que no espera, tu tiempo se acabó).
Es cuando la laguna se hacer mar, que mis pies pisan la arena húmeda, se entierran mis dedos gordos y me veo a través de la ventanita, el viento en la cara, postura, cabellos despéinenme las ideas que no quiero pensar, blandura de desazón, feliz abandonamiento, pesares agüicelestes , fusión del todo conmigo, y con ella.
Ya me convertí en esa mujer.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Los otros I

Pueyrredón y Samiento, 15:30 hs. El hombre dormía envuelto en la manta. Dormía, pero no plácidamente. Dormía como puede dormir un hombre de edad indefinida envuelto en una manta símil leopardo, en posición fetal, sobre una vereda de baldosas céntricas y mugrientas, la mejor cama que alguien pudiera pedir. Su cabeza se había acomodado sobre una negra zapatilla aplastada que oficiaba de almohada. Sus pies, descalzos y negros, ironía de la vida que lo había forzado a escoger entre calzado o almohada, el triunfo otorgado a ésta última. Era plena tarde y dormía, dormía pegado a, oh casualidad, una zapatería. A escasos centímetros de su cuerpo dos pies calzados pisaban distraídamente las baldosas, miraban a los otros zapatos, los que se exhibían coquetos y orgullos en la vidriera de la zapatería, mofándose del resto, los que pasaban por la vereda, gastados de caminar calles y veredas. El hombre de abajo abrió los ojos, observó desde su posición al hombre de arriba.
-Si querés llevarte un par de zapatos, amigo, tenés que acostarte acá en el piso, un ratito, así cómo estoy yo.
Acto seguido, tomó el zapato que tenía debajo de su cabeza, y lo colocó cuidadosamente en su mano. El zapato, entonces, habló:
-Es verdad, no tenés más que acostarte un ratito acá, apoyar tu cabeza sobre mí, aunque no demasiado fuerte, experimentar un rato la dureza de las baldosas, ponerte un rato la mantita y descalzarte también. Después de eso podés decidir: poner tus pies dentro de mí y de mi otro compañero, y llevarnos con vos nomás, o regalarnos a alguien que realmente nos necesite.
En la vidriera, los zapatos, recelosos, miraron con cordones fruncidos y gestos reprobatorios. Ellos estaban allí para ser vendidos a quien estuviera dispuesto a pagar el justo precio por sus hermosas hormas, y no toleraban los experimentos de caridad llevados a cabo por un pequeño grupo de zapatos que “deshonraban a la totalidad de la comunidad calzadoril”.
El hombre de arriba tomó el zapato, bajó al suelo, y se dispuso a dormitar un rato allí, en el lugar donde se había hallado el primer hombre, ahora de pie, con un par de zapatos en mano (le pareció que lo observaban expectantes) y la manta símil de leopardo en otra.

La moralidad del señor Biasutto

La mano. La mano de hombre pulcro, prolijo bigote, se apoya suavemente sobre la mano de mujer y sus dedos se deslizan imperceptibles, en una caricia cargada de intenciones. De intenciones puras, había pensado la ingenua, la mano de mujer, la de flequillo y camisa planchada. ¿De intenciones puras?. Esos dedos ahora desabrochan presurosos el cinturón, se arremangan y se apoyan breves instantes sobre los azulejos( los azulejos sienten la palma sudorosa) para tomar impulso y perpetrar lo indecible, lo imperdonable, lo indeleble. Y esos dedos arremeten y se atreven, y exploran lo que la ingenua siempre había negado de sí misma. La mano era suave y caballerosa, pero es agresiva y no repara en delicadezas. El orden desordenado, la cara contra la pared. Y los azulejos son testigos involuntarios de esa otra mano que se apoya contra ellos ¿desesperada?. La mano que sufre pero no llora, la mano que aguanta silenciosa el calvario. Los dedos que la invaden, falanges, uñas, todo, la escrutan, la escarban cómo si quisiesen hallar la raíz de algo. La puerta, los azulejos, ciegos, sordos y mudos. Y los gritos son silenciados por la mano más grande, esa que cubre y oprime, incólume, la boca del país entero, y también sus ojos.

Forever young

Los verdes ojos de Daniela se abrían y cerraban, molestos, en el acolchonado asiento del micro. Estaba incómoda, no podía dormirse. No era demasiado tarde y además todavía le duraba la conmoción por lo que acababa de vivir.
Si bien siempre había colaborado con alimentos y ropa vieja, era la primera vez que le tocaba participar también en el viaje. Se organizaba cada año, con los alumnos de primero, segundo y tercero que quisieran asistir. Eran tan solo tres días, una visita breve, llevar las cosas y hacer algunas actividades con los chicos. No se les solucionaba la vida, pero al menos una sonrisa momentánea se les sacaba (para volver con la conciencia tranquila, el que queda satisfecho de haber cumplido la labor de buen samaritano luego de tres días, y se otorga el derecho a olvidarse de ellos el resto de los 362 días del calendario). Y no se podía dormir.
Le duraba en los brazos, en los codos, en los dedos, la sensación de todas esas manitos de tierra, diminutas, aferrándose a ella; sonrisas de caries hablándole con vehemencia, susurrándole con tonadita, plegarias de todos los colores, como si ella fuera una especie de Virgen María a quien adorar, una salvadora ante quien rendirse. Era la primera vez que ella estaba en el Chaco, y las manitos le agarraban hasta las rodillas.
Les habían pasado algunas películas, junto a catorce compañeros más les habían pintado y reacondicionado dos aulas. Hicieron rondas con ellos: jugaron sus juegos, cantaron sus canciones (ay que vergüenza la niña en penitencia, su madre le ha retado por hacerse la sinvergüenza. ¡Dale un besito a quien le querés mucho más, pero menos a tu mamá!), los cargaron a caballito, les prepararon una obra de títeres y hasta una corografía con un tema de Chiquititas, y chufa-chufa-chá, a jugar que se es feliz por un ratito, a remendar con parches los corazones con agujeritos.
Miró por la ventana, era de noche. Oscuro, oscuro, excepto por una estrella perdida, quizás la última. Trató de dormirse, dejar que el mundo onírico hiciera total y completa posesión de su cuerpo. Recurrentemente, soñaba que volaba, de día y de noche volaba: con el pensamiento, el sentido y las ganas. Deseaba levitar en lo nublado, en lo soleado, en las zonas de nubosidad indefinida, en los espacios vacíos, en los azules fragmentados. Cerró los ojos e hizo mucha fuerza. Le hubiera gustado transformarse en paloma ahí mismo y volver a despedirse como corresponde. Sentía que la habían arrancado de aquel lugar. ¿A quién se le ocurre? Más de 1000 kilómetros de viaje para pasar un par de días y luego “un beso, que estén bien, nos vemos el año que viene, nos vamos porque se nos hace tarde para nuestra excursión en la algodonera”. Algodonera. Sí, ¡algodonera!. ¿A quién se le ocurre que podría interesarle la algodonera luego de las cosas que acababa de ver?. Gustosamente, Daniela se hubiera quedado más tiempo, pero, oh no, la algodonera no podía esperar. Así, se la arrancaron de las manos. Se quedaron ellos, sin su virgencita, ellos que eran santos de cara renegrida.
Antes de salir, había visto como un padre le pedía a una profesora que se llevara a su hijo a Buenos Aires, para que tuviera. Escuchó el discurso: “otra vida, oportunidades”. La mujer tuvo que negarse a aquel niño entregado como paquete. En el rostro de éste, el rechazo de toda una sociedad. Tener las suelas rotas y un vacío en el estómago significa lo mismo, y Daniela lo sabía, tanto en Villa Crespo como en Chaco. Quizás era la ilusión de la lejanía, la que irónicamente permitía a los chicos de esta escuelita ser mas “merecedores” de su caridad, pero NADA, excepto la tonada al pedir, los diferenciaba de los que ella veía a diario. Mismo abandono, mismo desasosiego, el amor en penitencia, por culpa de otros, responsables, los verdaderos “sinvergüenzas”.
Se tocó el bolsillo, asegurándose de llevar la carta que un nene con orejas grandes y pies pequeños le había entregado. La tenía. Los bolsillos le volvían, sin embargo, también intensos, llenos de un cariño como pocas veces había recibido. Era de quienes se lo entregaban incondicionalmente, los desprotegidos, y ella se los hubiera llevado a todos en esos mismos bolsillos. En cierto sentido, así lo hizo.
Daniela pensó en su casa, en su hermana Camila, en lo contenta que se pondría cuando llegara y le contara lo que le tocaría vivir en carne propia el año entrante. ¡Había crecido tanto en este pequeño viaje! Y ya había decidido, luego de egresarse en 2008, estudiaría trabajo social.
Julieta y Delfina interrumpieron su glorioso momento reflexivo y la sacaron de su ensimismamiento:
-Estamos jugando al truco adelante y nos falta uno, ¿te prendés?
Claro que se prendía. Y ahí fue Daniela, para distraerse un rato, hacia los primeros asientos del micro. Y ahí se fue ella, toda ella y otras diez vidas más. El impacto fue devastador, el daño, irreversible.
“La responsabilidad recae sobre el chofer de un camión que venía de frente, por el carril contrario”, dijeron los medios de comunicación, “se quedó dormido”, dijeron, “una tragedia muy dolorosa/ accidente fatal”,dijeron, “once vidas”, dijeron. Once vidas. ¡Pero si no fue así! Si fueron once pájaros los que remontaron vuelo, esa misma noche, en el cielo de Reconquista. Daniela desplegó sus alas, por fin, lo que tanto había anhelado, y en el exacto momento en que el techo se abrió, se abrió el cielo, para dar paso a la única paloma de ojos verdes que habría de conquistarlo alguna vez, la virgencita, escoltada por otros diez alados. Y marcaron rumbo hacia la línea donde el firmamento se funde con madre tierra, manchada ya por los primeros rayos de una aurora rojiza. Luego se perdieron, las por siempre jóvenes aves, coronando las nubes, y más arriba, más, más arriba, hasta que ya no hubo más que trazos de plata y amor, y la impronta de perdurables ecos, aleteando eternamente en el aire.

Un beso y una flor (al partir)

María se paró frente a mi, faltaban tan solo unos minutos para que se marchara y yo ya comenzaba a extrañarla. “No te vayas todavía ¿por qué te tenés que ir si no querés?”. Puso su delicada mano sobre mi cabeza, despeinándome el flequillo y alborotándome las ideas. “Vas a tener una buena educación, Flor. Prometeme que cuando seas grande te vas a ir a buscar un buen trabajo en la ciudad, prometeme que no vas a terminar como yo”. Pero yo quería ser como ella, con su cara de gitana, su largo y sedoso pelo negro, su piel transparente. La miré. Carecía de expresión alguna, era imposible que su cara delatara su ánimo, nunca lo hacía. “Sos la reina de las rocas, sabés”, siempre se lo decía, y creo que hasta había llegado a creerselo, tal era su hermética existencia.
La señora Mimí le tenía listo el equipaje ya: algunos corpiños y remeras; su mejor minifalda y el único camisón con encaje y puntilla que había poseído en su vida, hechos un bollo en la desvencijada valija. Se me ocurrió que adonde iría Maria haría mucho calor, a la playa seguramente. Me quería ir con ella, pero la señora Mimí dale que dale con que soy muy chica, que todavía me falta crecer y aprender algunas cosas (ja, si supiera lo bien que me las arreglo sola cuando ella se va a visitar a sus amigos). Cada mañana la veía empolvarse desde temprano, el rostro descascarado ya por tantas capas de barniz cosmético, inútil, tratando de ocultar lo inocultable, el paso de los años, las marcas en la piel. Su boca, de un color extremadamente chillón y llamativo. Era la señora artificial contra la supuesta belleza etérea de María y yo. Porque siempre nos decía eso, que teníamos “la rara belleza lánguida, y esa piel de porcelana que a los hombres les fascina. Si saben usarla, combinándola con un buen escote les irá muy bien”. Y la señora Mimí adoraba los escotes, casi tanto como los tacones altos. Se acrecentaba la profundidad de los primeros, cada vez mostrando más e insinuando menos, con el paso de los años, de la misma forma que acrecentaba la cantidad de barniz aplicado a su cuerpo corrompido y suspicaz rostro.
“Así que no molestes” decía ella, que ya en unos años yo iba a poder irme adonde iba María. ¿Adónde iba María?. “¿María, adónde vas?”. Me clavó sus ojos negros, que ojos más lindos, que ojos más inentendibles. Con María y sus expresiones no hay caso, pero si una tiene suerte, si una se acerca lo suficiente quizás algo llega a descifrar. ¿Y qué había en sus ojos hoy? Una mezcla de cosas, color de universo y soledad. Así es ella.
Sentí unos suaves pero apresurados golpes en la puerta, ya era hora. María se paró en el umbral de la habitación, luego giró sobre sí y su negra cabellera, larga hasta la cintura (y coronada por una flor blanca-pura en su oreja derecha), acarició toda su espalda. Me plantó un fugaz beso de despedida en la mejilla. La señora Mimí le dijo que no se olvidara de todo lo que le debía, que eso era lo menos que podía hacer para retribuirla. Nos había encontrado hace cinco años, cuando María tenía diez, cuando yo era una pequeña piltrafa tomada de su mano, sobre el camino de tierra que daba a su rancho, revolviendo entre sus residuos. Nos había dado alimento y techo. No era algo que pudiera llamarse precisamente un hogar, pero había hecho bastante por nosotras, y ahora se lo echaba en cara a María: “Es lo menos que podes hacer por mi. Vamos, te vas a hacer mujer de una buena vez y vas a ver que te va a terminar gustando. Todas se hacen las cocoritas al principio y después, después te acostumbrás. Es la vida que nos toca.” Y ella seguía quietecita, mirándola firme, creo que ni pestañó.
No quería que se fuera todavía. A pesar de que la señora Mimí me aseguró que estaría acompañada, que habría otras, una Florencia, una Marita y no me acuerdo quienes mas. La llamé y lo único que vi fueron sus ojos negros, esta vez hablaron y dijeron “prometeme”.
Corrí, me encaramé en la ventana del cuarto, y las vi a todas: todas en el camión, todas como María, de frescas ropas y ligero equipaje para tan largo viaje (las penas pesan en el corazón). Treinta ojos mirando hacia el camino y hacia la nada. Y pensé en la promesa, y pensé en que no podía cumplirla, no podía esperar a ser grande, ¡quería crecer ya!, no podía esperar para poder irme yo también, con tantas otras a la playa. Todas etéreas, todas frágiles, todas como María, todas impertérritas, todas reinas de piedra.

Esto

Es bien sabido que muchas personas tienden a alquilar películas los días lluviosos para matar las horas, y papá no es una excepción. Vamos hasta el videoclub que queda a dos cuadras de casa, prendida yo de su mano, saltando charquitos con mis botas rosa, con la certeza de que me dejará elegir algún video de mi preferencia, “ menos “pie pequeño” o “mi pequeño pony” porque ya las viste mil veces”. Durante el breve trayecto hasta el lugar mi mente va recorriendo las posibles opciones a alquilar, sin descartar las vedadas por mi padre claro está.
No es sino hasta que entramos, que recuerdo la existencia de “IT”, y un escalofrío me recorre de botas rosas a húmeda cabeza. Rápidamente tomo a “E.T.” (cualquier similitud entre los nombres no es pura coincidencia). Mis ojos recorren lentamente las cubiertas de las películas infantiles en exhibición, manteniéndose alejados de la sección donde él se encuentra. El es “IT”, claro está. Inevitablemente, como en cada visita al video club, me veo arrastrada por una especie de fuerza invisible e inexorable que me deposita, indefensa, frente al temido asesino, payaso de película. SÍ, IT. Su rostro blanquísimo se funde con el resto de la cubierta del video, contrastando con el rojo sanguinolento que ha sido plasmado en su boca. Por algún extraño motivo que escapa a mi corta comprensión, lo imagino completamente calvo, una calva pálida, prolongación de su cara, pálida. Clava los dos ojos negros, dos huecos de infinita malicia, proyectores de malditas e inconfesables perversiones, en mi pequeño rostro que no quiere ver, y sin embargo, mira. Me escruta, inescrupulosamente teje su red siniestra sobre mi. Y me atrapa. Un pequeño paso y ya estoy a la altura de su sonrisa burlona, maliciosa, porque sabe que me será imposible librarme, salir victoriosa del asunto. El embrujo es inapelable. Presa del hipnotismo, el cordero se adentra solo en la boca del lobo. Esa boca que, pintarrajeada de rojo sanguinolento, se abre desmesuradamente, me recuerda a “el agujerito sin fin”, y los ojos, podría jurarlo, refulgen de júbilo mientras la misma fuerza invisible, invencible me empuja hacia la cavernosa cavidad, el hueco mismo de mi perdición. Y voy cayendo lentamente, música de circo resuena en mis oídos, cada vez más fuerte, nunca se detiene, es una caída infinita, un payaso eterno.

Sube-y-baja

De pie frente al primer peldaño de madera, como cada mañana luego de desayunar, lista para buscar la mochila del dormitorio y comenzar el día. Son sólo veinte escalones, no es nada. Veinte escalones de madera oscura, encerados y relucientes, el trayecto ineludible que debe hacerse de un piso a otro, porque desgraciadamente aún no se me ha concedido la gracia del vuelo.
Mi mirada desciende hasta los pies envueltos en gigantísimas peludas pantuflas. El derecho, que siempre se ha caracterizado por ser el más valeroso, se halla levemente más cercano al primer peldaño, dispuesto a comenzar la subida, y el izquierdo, con la actitud resentida del que sabe que no tiene más remedio que seguir al otro, deberá entonces seguirlo. Lentamente, un paso y luego otro. Las pantuflas se deslizan peligrosamente por su cuenta, parecen hacer caso omiso a mi orden de detenimiento. Resbalosos, los escalones me observan desde su segura posición, abajo, con sonrisa macabra y así delatan el maléfico plan que han estado urdiendo, la trampa mortal que diariamente tratan de tenderme. Y en su maldad parecen hacerse más lisitos, más empinados, más cortos, demasiado cortos para las gigantísimas peludas pantuflas que pisan amenazadoramente las puntas de los mismos, se tambalean y siguen.
Casi intuyendo lo que vendría a continuación, levanté la vista: la siniestra escalera caracol se elevaba ahora hasta el infinito, retorciéndose en maldita espiral de multiplicados escalones, multiplicadas también sus sonrisas macabras y la sorna en sus ojos de brillo maderil. De pronto las pantuflas se han estancado, a mitad de camino se han estancado y no hay baranda. Había una, sí, pero como es lógico al plan maléfico, ya no la hay. El frío proveniente de mis gélidas entrañas, congeladas por el pánico, contrasta con el calor de mis pies que se asfixian en las gigantísimas peludas pantuflas. De quitármelas podría subir con más seguridad. Pero no salen, no, porque se han percatado de mis intenciones y se aferran a los pies con más fuerza aún, y el calor vuelve a subir desde estos pies asfixiados al resto del cuerpo. Uno, dos, tres, cuatro escalones más, y el dolor se hace insoportable. Uno más, y puedo sentirlos rojo sangre, ardiendo, derritiéndose dentro de las pantuflas y los escalones tan lisitos, encerados, ahora también brasas ardientes.
Me dispongo a hacer lo único que queda por hacer: (y sorpresivamente la distancia con el siguiente piso ha vuelto a acortarse) Tiro con todas mis fuerzas de la pantufla izquierda, garrapata que se ha amalgamado con mi cuerpo, tiro con todas mis fuerzas y un dolor punzante me golpea, me brota desde abajo, y luego cede para dejarme percibir que la pantufla se ha desprendido, y con ella mi pie izquierdo, con la actitud resignada del que no tiene más remedio que seguir al otro, en este caso la pantufla. Y la escalera se ha hecho eterna nuevamente, extendiéndose, gran paradoja, hacia infiernos de escalones más empinados y más y más lisitos. Era la trampa mortal, desde luego, el plan maléfico llevado a cabo a la perfección.
La pantufla derecha aún así, obstinadamente decide que debe avanzar, pero no hay izquierda que la siga, no hay pisada que secunde a esta primera, tambaleante. La caída era inminente e inevitable el encuentro con las duras baldosas.
Desciendo en picada ante los miles de escalones, su sonrisa macabra más macabra que nunca. Luego mi madre me encontrará tendida al pie de la escalera, e intentará en vano pegarme el desprendido y maltrecho pie con poxipol (ya te dije que no se puede, ma). Cosas que pasan.

jueves, 24 de julio de 2008

gracias magdi, te quiero mucho =)

cuando la gota rebalsa mi vaso

Sinceramente, hoy es un día de mierda, y me quiero IR LEJOS (no a la mierda literalmente, pero si lejos) lejos muy lejos para no tener que soportar mas estas cosas, estas caras, esta gente, estos nosequés, estos silencios, estos gritos contenidos y el llanto derramado, sobre las páginas de un libro conocido, sobre el costado vacío de mi cama, y sobre el hueco ,negro-hondo,del alma.
estas ganas de gritarle al mundo
de gritar que me tienen podrida,
que al final una es lo que es,o lo que cree que es y al segundo le sacan a una la identidad, le roban LAS PALABRAS, bocas ajenas se invisten de frases proclamadas, de pensamientos, que en verdad pueden ser completas nimiedades, pero que son completamente de una, no de él. y el toma esas palabras, hila esas letras COMO SI NADA, con total impunidad.
y después está el cuadro, y la ventanita y el mar rabioso y la mujer, que es María, pero que también soy yo, y muchas otras seguramente también. y la soledad, y la desolación en aquel paisaje veraniego de tristeza infinita. el vacío que cachetea la cara, carcome las entrañas. y ocupa cada vez mas espacio (sí, xq el vacío ocupa espacio, el espacio que le quita a la plenitud, a lo "lleno", a lo rebalsante), invade, se adueña, se atrinchera y enfría todo, más que este invierno, extraño invierno-verano que estuvimos teniendo.
y las marcas se ven mas que nada en los ojos, la mirada, mejor dicho. muchas veces he leido descripciones "sus parpados cansados, su mirada triste...", ¿qué mirada triste?, sí, esa, la de pesadumbre: los ojos que miran como perdidos en la distancia, esperando algo, esperando, esperando y muchas veces ajenos a lo que pasa a su alrededor, pero fijándose en pequeños detalles: un nene chiquito de la mano de su mamá, el tobogán de un plaza des-pintado de verde y rojo, las hojas que van pisando los pies,,y, al mismo tiempo, siempre fijos en aquella escena marítima ¿qué espera..si los barcos ya no vienen?, hace rato que no...
sigue su camino con paso melancólico-retraido, cercana y a la vez distante, muy distante. y así va, su cabeza frente a las olas rugientes, y a veces quizás, chapoteando entre nubes, ficcionando realidades, jugando a no ser ella misma, a que es otra y nada de estas cosas pasan (ni importan) y a que no siente ni piensa así, no siente ni piensa,y en vano trata de aferrarse a los minimos rastros de ese ALGO que falta...a vapour trail in the empty air

sábado, 19 de julio de 2008

miércoles, 16 de julio de 2008

Desarmando metáforas I

Al ver que se había equivocado tuvo que tragarse sus propias palabras. Una por una, sin sal, aceite ni ningún tipo de condimento (le había dicho "mentirosa", "golfa" y otras calumnias innombrables). Tenían el sabor de la comida más amarga que hubiese probado alguna vez. Ella lo contemplaba (hinchada de orgullo en su victoria), mientras él las devoraba con lentitud y un dejo de remordiemiento. "Te odio" había resultado especialmente difícil de masticar, ahora trataba en vano de que le pasase por el esófago y fuera a dar junto con aquel bolo injurioso de "estupidas, ignorantes y retrasadas" en su estómago. Sus comisuras exhibían un resto de "traidora", y sus ojos el arrepentimiento, el orgullo herido. Inspiraba verguenza ajena. "Pobre", pensó ella, y se fue con pasos apesadumbrados, meditando acerca de la raza humana y sus particularidades.

coche-biografía

Se me pide que escriba una autobiografía, pero ¿qué es una autobiografía después de todo?. Se supone que una serie de hechos escuetos o muy detallados, que de alguna forma den cuenta de mi persona. Hechos que, sin duda, a mas de uno lo tienen sin cuidado. Podría empezar diciendo que me encantan los huevos kinder, el cine no convencional, los días lluviosos y el cielo, en cualquiera de sus expresiones. Pero supongo que prefiero empezar, por esta vez, desde el principio.
“Agustina nació un 7 de septiembre de 1988 a las 12:05 de la noche”, cuenta mi madre de rulos artificiales a cualquiera que pregunte. De haber querido apresurar mi momento de “ver la luz” no hubiese gozado la dicha que supone nacer en un número tan bello como el 7, y sería el insulso 6 el número que llenaría mi DNI y el día destinado a comer la torta de chocolinas que tanto me gusta. Mamá dice “12:05” y yo resoplo un simpático “por suerte” por lo bajo, y agradezco mi pereza por salir al mundo exterior.
Así pues, mi madre diría “el siete”, pero yo considero que hay otros momentos cruciales en los que Agustina volvió a nacer, por así decirlo. La tarde en que, con cinco años de edad recién cumplidos, su tía Lila y su madre consiguieron que leyera una palabra entera perteneciente a un libraco con los clásicos de los siempre presentes hermanos Grimm, definitivamente debe contarse como uno de esos momentos. Sin dejar de lado, por supuesto, su gloriosa incursión al mundo de lo musical, a los 8 años , ni el día en que le explicaron que no sólo no existía Papa Noel, sino que también los reyes magos y el ratón Pérez eran todas patrañas.
Las lenguas de la familia dicen que de chica me hablaba todo, y mi lengua (a pesar de eso), no dice mucho ya que no puedo recordar con exactitud mas que a mi padre señalando de vez en cuando a una bandada de verdes cotorras surcando el cielo: “ahí van tus hermanas”, para luego recibir una replica cargada de encono de mi parte. De él heredé cierta refinación auditiva, un sentido exploratorio, un dionisiaco placer por lo musical, así como una recurrente alergia invernal. Mi madre, por su parte, fue la encargada de legarme una par de incómodos juanetes, así como una especie de locura sana, “locura linda” al fin y al cabo. Hermanos tengo, sí. Dos, y otro en camino. Basta decir que con ellos tengo la relación que puede tenerse con un adolescente irreverente, y con un bebé que aun no ha sabido dar su primer paso pero, cuyos cachetes invitan a ser mordidos y pellizcados sin pudor.
De mi primera casa no recuerdo casi nada. Vivíamos en un hogar antiguo de techos altos que quedaba junto al único cine (viejo también) que había por ese entonces en la ciudad de General Rodríguez. Cine que, víctima de la globalización, vio metamorfoseada su anatomía de las viejas butacas aterciopeladas a las góndolas de un mega supermercado chino. En esa casa aprendí el alucinante placer que podía despertar en una criaturita el deslizarse por largos pasillos encerados y relucientes en un aparatoso andador color rosa chicle, y el estallar de carcajadas, rebotando, con risa y todo, contra cada mueble. Fuera de eso, tuve una infancia apacible, que transcurrió sin sobresaltos ,mas allá de las revolcadas en el arenero, sanitario de todas las bestias del barrio.
La segunda casa fue, con algunas intermitencias, parte de toda mi vida. Fue testigo de todas las idas y vueltas habidas y por haber que puede tener una familia, mutando con cada cambio familiar en una metamorfosis bizarra (bueno, no tanto como la de Kafka), en la que se cambiaron cuartos, decoración, se construyeron nuevas habitaciones así como nuevos sentimientos (y otros tantos fueron botados al armario del olvido, o simplemente se escaparon por la ventana del comedor diario).
Sin embargo, era la casa de mis abuelos paternos, aquel antiguo chalet español en el centro del pueblo, el que se lleva mis más entrañables recuerdos y gratos momentos. Cada visita a esa singular construcción era una invitación a jugar con todos los sentidos, en una tertulia peculiar de la que sólo yo, y selectos sectores de la morada, éramos partícipes. Entre ellos se encontraba el estrafalario cuartito de pintura de mi abuelo, una especia de bunker repleto de trastos, pinceles, lienzos y libros enmohecidos, donde me escabullía picaronamente, para improvisar “grandes obras de arte”, en una maraña de témperas acuosas y frescas risotadas. El señor living era el otro que tenía el honor de contarse entre la elite de “cuartos especiales”. Allí estaba el gran piano de madera oscura, aquel que mi abuelo hacía cantar cada tardecita con sus largos y escurridizos dedos, aquel que sería el responsable de mi actual pasión por la música, algo que ya se vislumbraba en mis primeros años. Y también estaba ella, la ama y señora del living, la diva de la casa (y con esto no me estoy refiriendo justamente a mi adorada abuela Lucrecia), la robusta y regordeta, prominente y siempre tan provocativa biblioteca doble, atestada de libros hasta el techo. Los había de arte en cantidades industriales, intercalándose con gastadas ediciones de Eco y Dostoievsky, Moliere y Dumas, y algún que otro libro sobre el señor Juan Domingo Perón, como no podía ser de otra forma en casa del abuelo. Recostada en el diván, junto a la biblioteca, era la protagonista indiscutida de cada historia y ficcionaba otras realidades.
“Está loca Agustina”, es lo que generalmente dicen, medio en broma, medio en serio, algunos conocidos. Y es por el simple hecho de que Agustina nunca pudo evitar eso de imaginar otros mundos paralelos, de perderse en la elucubración de breves momentos ficticios, de insólitas realidades . Nada mas lejos de la locura, opinaría yo.
Así pues, encaramada en el diván de los abuelos, yo fui Amy, la menor de las Mujercitas, sufriendo la injusticia en carne propia en manos de un impiadoso profesor; fui la desdichada Ofelia; la apasionada Francesca Jonson, fotografiada en los Puentes de Madison; fui la Alicia de Lewis Carroll, intentando alcanzar al conejo blanco y tratando de escapar de aquel laberinto de cartas parlanchinas, sombrereros locos y reina de corazones; y muchas otras mas también.
Todavía, de vez en vez, puedo sentirme como en aquel laberinto, sin visible salida, con una reina de corazones intentando cercenarme la conciencia y sin poder alcanzar al conejo blanco. Es una suerte que Alicia siempre terminara despertando de aquel sueño después de todo.
Cuando contaba con diecisiete años de edad, un señor de traje elegante me dijo, en un centro donde se realizan tests vocacionales, que mi futuro estaba en el ámbito de lo social, ”preferentemente en el área de comunicación”. Le creí. Era lo que Agustina siempre había albergado en su más profundo seno, pero que necesitaba escuchar de labios de otro, de un “experto” en eso de asignar vocaciones y, porqué no, decidir destinos. Recordando mis apacibles tardes de volcar retazos de pensamientos en un pequeño anotador con la tapa de “Pokemón”y el goce que me representaban las consignas de escritura en las clases de lengua, las palabras de aquel hombre sonaron en mi cabeza con mucha sensatez (la misma sensatez con la que siempre se me presentó el personaje de Ursula Iguarán, la mujer del peculiar Buendía), y casi con la misma cadencia con la que todavía hoy suenan las notas del majestuoso piano de mi abuelo. Coco es su nombre. El nombre de mi abuelo, no el del piano. A este último todavía no lo bautizamos.

Herbert

Su brillante traje verde, ceñido a la inmensidad de su gordura, presentaba sin embargo, arrugados pliegues. Desagradable y húmedo traje verde, en ese ser que, con diminutos ojos inquisidores, me escrutaba desde la pequeña mesa. Detrás del mostrador, podía divisar su amplia boca, un hueco de honda negrura, desprovista casi de labios. Era el corolario de una fofa, que digo fofa, fofísima papada que hacía juego con todo ese pedazo de hinchada inmundicia palpitante. Su cuello se contraía, se abultaba en la acción de un inflar y desinflar, nauseabundos para cualquiera que lo presenciase. Me acerqué con el plato de sopa caliente en la bandeja. Tuve la impresión de que sus malignos ojos, relamiéndose de satisfacción, se posaron no en el humeante plato sino en la única mosca que pululaba zigzagueante sobre él. Podría ultimarla en un tris, con su larga y pegajosa lengua, si así lo desease. Allí fue cuando prorrumpió en un incomprensible croar, demandante y amenazador.¿Qué deseaba?¿Sal para la mosca?¿Un tanque para sumergirse? Noté que sudaba en exceso, o quizás era la humedad característica de su corta anatomía. Lo dejé enfrascado en su verde monólogo. Después de todo, mi turno como mesera ya había finalizado y una no tiene porqué andar aguantando semejante espectáculo horripilante, menos que menos presenciar la alimentación de esa asquerosa criatura que quién sabe si arremetería contra la sopa o la mosca y que, seguramente, ni siquiera le dejaría propina.